Mario Vargas Llosa tituló su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, en diciembre de 2010, Elogio de la lectura y la ficción. Ya el título por sí solo es elocuente. Pero, con esa capacidad del gran escritor peruano para plasmar las ideas en blanco y negro, dice de forma explícita que “La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas, y haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan”.
A través de la literatura podemos conocer otras culturas, remotas en la distancia o en el tiempo, y saber de sus costumbres, su historia y su idiosincrasia, sin necesidad de recurrir a textos educativos. Basta con identificarse con los personajes y dejarnos llevar por la trama, para ir captando el contexto en que tiene lugar. Nos sorprendemos de lo disímiles o lo parecidos que pueden ser los Comportamientos humanos, pues detectamos lo universal en medio de las diferencias.
Considero que uno de los mayores placeres de la lectura es la posibilidad que ofrece de ser, lo que llamo, “un viajero mental”. Leer sobre las ciudades, las calles, y los sitios reales donde transcurren las historias de ficción, me ha permitido conocer muchos lugares que nunca he visto. Y, cuando se ha dado el caso que he podido visitar alguno de ellos, lo he disfrutado doblemente. Me sucedió, por ejemplo, cuando pude viajar a Madrid. Mientras caminaba por la Calle Mayor, o por los Recoletos, no dejaba de imaginar la romántica figura del Capitán Alatriste, protagonista de las maravillosas novelas de Arturo Pérez Reverte, en esos mismos escenarios, siglos atrás. Y frente a la iglesia de Notre Dame, en París, imaginaba a Quasimodo en su campanario, triste y enamorado de Esmeralda, tal y como lo concibiera la genial pluma de Víctor Hugo. Y seguramente nunca llegue a visitar San Petersburgo, con su Palacio de Invierno y sus noches blancas, pero eso no me impide conocer este maravilloso escenario de la monumental novela de León Tolstoi, La Guerra y la Paz.
La lectura nos permite mejorar la ortografía y apreciar la importancia de los signos de puntuación. Y, cuando leemos en nuestro propio idioma, mucho más allá de ampliar el vocabulario, podemos conocer los giros del lenguaje y el uso de las palabras en otras regiones geográficas o, incluso, en otros países. Tengo una experiencia sobre esto que considero que es ilustrativa. En mi país de origen, la respuesta a la pregunta “¿Qué hora es?” se acostumbra a dar, por ejemplo, de esta forma: “Son las dos menos diez”. Y con esto se sobreentiende que faltan diez minutos para que sean las dos en punto. En algunos países de habla hispana se diría “Faltan diez para las dos”, y está claro que expresa la misma idea. Pero durante mis primeros años de vida en mi país de acogida me sorprendía ver cuántas personas se me quedaban mirando, sin comprender, cuando respondía de la forma en que estaba acostumbrada. Sin embargo, esta es también la forma en que se da la hora en España, y la literatura española está repleta de diálogos en los que se pregunta la hora. Se me hacía evidente que las personas que me miraban con asombro, incomprensión, y, quizás, hasta burla o rechazo, solo conocían el español que se hablaba localmente, siendo esta una lengua tan rica y con una tradición literaria heredera de la obra cumbre de Cervantes, Don Quijote de la Mancha.
Sabemos que, con el desarrollo actual de las tecnologías, el acceso a la información es inmediato y, yo podría agregar, poco selectivo. La nueva generación de profesionales se ha acostumbrado, en su mayoría, a buscar en la web la información que necesitan. Se habla, incluso, de sobre-información, pues humanamente es imposible revisar toda la que se pone disponible al instante - las cifras que manejan los expertos dicen que apenas el 2% del que hace una búsqueda en Google pasa de la primera página de resultados. Por lo que es casi necesario captar rápidamente lo más importante y pasar a otra fuente.
Como resultado, hay personas jóvenes muy capacitadas, muy informadas, con muchas cosas que expresar, pero que fracasan cuando tratan de plasmarlas en el lenguaje escrito porque, sencillamente, no tienen hábito de lectura.
Pero, por encima de todas las razones anteriores, está el enorme placer que causa disfrutar y apreciar la lectura de una buena novela (prefiero las novelas a los cuentos, porque estos últimos siempre me dejan un poco insatisfecha), y sumirnos en la trama, llorar y alegrarnos con los personajes, corroborando, una vez más, las palabras de Vargas Llosa cuando dice que “Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola“.
A través de la literatura podemos conocer otras culturas, remotas en la distancia o en el tiempo, y saber de sus costumbres, su historia y su idiosincrasia, sin necesidad de recurrir a textos educativos. Basta con identificarse con los personajes y dejarnos llevar por la trama, para ir captando el contexto en que tiene lugar. Nos sorprendemos de lo disímiles o lo parecidos que pueden ser los Comportamientos humanos, pues detectamos lo universal en medio de las diferencias.
Considero que uno de los mayores placeres de la lectura es la posibilidad que ofrece de ser, lo que llamo, “un viajero mental”. Leer sobre las ciudades, las calles, y los sitios reales donde transcurren las historias de ficción, me ha permitido conocer muchos lugares que nunca he visto. Y, cuando se ha dado el caso que he podido visitar alguno de ellos, lo he disfrutado doblemente. Me sucedió, por ejemplo, cuando pude viajar a Madrid. Mientras caminaba por la Calle Mayor, o por los Recoletos, no dejaba de imaginar la romántica figura del Capitán Alatriste, protagonista de las maravillosas novelas de Arturo Pérez Reverte, en esos mismos escenarios, siglos atrás. Y frente a la iglesia de Notre Dame, en París, imaginaba a Quasimodo en su campanario, triste y enamorado de Esmeralda, tal y como lo concibiera la genial pluma de Víctor Hugo. Y seguramente nunca llegue a visitar San Petersburgo, con su Palacio de Invierno y sus noches blancas, pero eso no me impide conocer este maravilloso escenario de la monumental novela de León Tolstoi, La Guerra y la Paz.
La lectura nos permite mejorar la ortografía y apreciar la importancia de los signos de puntuación. Y, cuando leemos en nuestro propio idioma, mucho más allá de ampliar el vocabulario, podemos conocer los giros del lenguaje y el uso de las palabras en otras regiones geográficas o, incluso, en otros países. Tengo una experiencia sobre esto que considero que es ilustrativa. En mi país de origen, la respuesta a la pregunta “¿Qué hora es?” se acostumbra a dar, por ejemplo, de esta forma: “Son las dos menos diez”. Y con esto se sobreentiende que faltan diez minutos para que sean las dos en punto. En algunos países de habla hispana se diría “Faltan diez para las dos”, y está claro que expresa la misma idea. Pero durante mis primeros años de vida en mi país de acogida me sorprendía ver cuántas personas se me quedaban mirando, sin comprender, cuando respondía de la forma en que estaba acostumbrada. Sin embargo, esta es también la forma en que se da la hora en España, y la literatura española está repleta de diálogos en los que se pregunta la hora. Se me hacía evidente que las personas que me miraban con asombro, incomprensión, y, quizás, hasta burla o rechazo, solo conocían el español que se hablaba localmente, siendo esta una lengua tan rica y con una tradición literaria heredera de la obra cumbre de Cervantes, Don Quijote de la Mancha.
Sabemos que, con el desarrollo actual de las tecnologías, el acceso a la información es inmediato y, yo podría agregar, poco selectivo. La nueva generación de profesionales se ha acostumbrado, en su mayoría, a buscar en la web la información que necesitan. Se habla, incluso, de sobre-información, pues humanamente es imposible revisar toda la que se pone disponible al instante - las cifras que manejan los expertos dicen que apenas el 2% del que hace una búsqueda en Google pasa de la primera página de resultados. Por lo que es casi necesario captar rápidamente lo más importante y pasar a otra fuente.
Como resultado, hay personas jóvenes muy capacitadas, muy informadas, con muchas cosas que expresar, pero que fracasan cuando tratan de plasmarlas en el lenguaje escrito porque, sencillamente, no tienen hábito de lectura.
Pero, por encima de todas las razones anteriores, está el enorme placer que causa disfrutar y apreciar la lectura de una buena novela (prefiero las novelas a los cuentos, porque estos últimos siempre me dejan un poco insatisfecha), y sumirnos en la trama, llorar y alegrarnos con los personajes, corroborando, una vez más, las palabras de Vargas Llosa cuando dice que “Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola“.